viernes, 29 de marzo de 2013

Sensaciones pasadas por agua

Llovía. Llovía como si nunca antes lo hubiera hecho, aunque hacía tres horas había caído tanta agua como para ahogar a un delfín. No era ninguna novedad, pues en los meses de invierno la cosa se había puesto tan fea que el musgo había sido capaz de colonizar las manchas grisáceas de humedad que se habían hecho fuertes en la cocina. El tiempo reinante había puesto a la biblia en su sitio, aunque llueva cuarenta días la tierra no es capaz de inundarse, sólo se coagula en forma de barro que arrastramos hasta los felpudos de nuestras casas, ahora transformados en maceteros. Llovía y yo pensaba que las manchas moradas de mi cuello se podían transformar en branquias.

La lluvia no deja que baje demasiado la temperatura, pero hace que el frio se te meta en los huesos, tan adentro que crees que tu estructura interna está trabajada en hielo. Las mantas no son capaces de calentarse y hacía semanas que toda mi ropa se amontonaba en el triqui-triqui. Tapado por una manta de forro polar y vestido con unos calzoncillos de licra negros y una camiseta gris sin mangas, llena de manchas de sobrasada, me conformaba leyendo una historia policíaca en el salón, mientras el perro se tumbaba en la alfombra, lamiéndose enfermizamente los huevos.

Cuando el protagonista del libro se enfrentaba a puñetazos con un una banda de matones musculados a base de hormonas, me levanté, miré hacia afuera y una sensación de abatimiento se presentó de improviso. Abrí la ventana y grité:

- ¡Me cago en dios! ¡Es que no va a dejar de llover en la puta vida!

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